miércoles, 12 de marzo de 2008

EL LEGADO DE WILLIAM PENN

Al oír toda la alharaca del censo solicitado por mis hermanos evangélicos, debo puntualizar que la práctica común de cada iglesia cristiana es llevar la cuenta de los bautizados, lo que es requisito indispensable para considerarse miembro. A su vez la denominación cristiana o Iglesia principal a la que pertenecen recibe todo ese cúmulo de información, por lo que no es tan difícil saber la cantidad que representan comparado con el resto de la población. Asimismo es el bautismo en la Iglesia Católica en el que los bebes e infantes –quienes no tienen uso de razón al llevarse a cabo el ritual- son contados como miembros, por ello, según la Constitución son mayoría. Es triste reconocer que seguimos en la lucha en pro de la intolerancia y de ver quien controla desde su prisma dogmático las decisiones del Estado. Precedentes para diversas posiciones se amparan en la historia de las colonias establecidas en Norteamérica. Como experimentos teocráticos éstas no hacían diferencia entre la iglesia y el estado, se aplicaron rígidas leyes, con penitencias y castigos que incluían la muerte, ampliamente rechazadas por Beccaria y otros tratadistas en Europa. Particularmente el mundo recuerda la quema de cientos de personas en Europa, misma intolerancia que se traslado a América como lo confirma la tortura y encarcelamiento de cientos de personas y el ahorcamiento de 25 supuestas brujas en la puritana Salem, Massachussets. No obstante William Penn con su proyecto político “Holy experiment” se propuso hacer la diferencia entre el resto de las colonias. Al ser él mismo y sus “shakers” perseguidos, se propuso ser la antitesis de querer imponer lo dogmático basado en una determinada mayoría, por ello, Sir William y sus cuáqueros hoy son sinónimos de tolerancia y libertad de culto.

Penn estableció Pennsilvania (1681) y en ella Filadelfia, la ciudad del amor fraternal en la que tuvo una relación de amistad y no de conquistadores con los nativos Shawhee y Delaware –perseguidos y asesinados en las otras colonias- designándoles sus propias tierras, por eso les fue más fácil a los misioneros cuáqueros evangelizar a estas tribus. Al crecer la fama de Penn y de la prosperidad en Filadelfia miles de menonitas, presbiterianos y anglicanos emigraron hacia allá buscando la tan ansiada libertad. Penn decidió integrar el gobierno con estas denominaciones, pronto surgieron diferencias en la forma de gobernar en razón de sus creencias, los nuevos colonos antes perseguidos se transformaron en perseguidores, trajeron consigo el germen de la intolerancia y declararon la guerra a los indígenas, como forma de controlar una escalada de delitos. Penn y su gente renunciaron de inmediato al gobierno, dejando todo en manos de los que representaban aquello que él intentó cambiar (1756). Observamos las falencias y el fracaso de este experimento político, lo ilógico es que precisamente radicales políticos evangélicos se fundamenten en esas falencias, en vez de los aciertos de Penn. Además de su impacto en la tolerancia y la libertad de cultos, a William Penn le debemos la toma de desiciones por consenso -que era la practica propia en las Asambleas de los indígenas iroqueses, de los cuáqueros paso a las Iglesias Congregacionalistas y de allí a los Bautistas-, la solidaridad, el comercio justo, la igualdad social, las libertades civiles, el rescate de la dignidad de la mujer, la ética libertaria, la convivencia pacifica sin ejercito, el derecho de los indígenas, entre otros; todo ello contenido en su santo experimento. Apóstoles y Pastores: ¡aprendamos de nuestros errores! (La Estrella, 19 de marzo de 2008)

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